Aquiles Córdova Morán
El
ya cercano 6 de octubre se cumplirán dos años del asesinato de don Manuel
Serrano Vallejo, un humilde trabajador mexicano que fue arrancado por sus
verdugos de su puesto de periódicos y del seno de su familia en esa fecha, en
Tultitlán, Estado de México. Durante todo este tiempo, tanto su familia
consanguínea como su gran familia política, el Movimiento Antorchista Nacional,
no hemos cesado de demandar a las autoridades “competentes” (es un decir) el
correcto esclarecimiento de este crimen y el debido castigo a sus ejecutores,
directos e indirectos, sin ningún resultado hasta la fecha. En los últimos
meses, a la demanda antedicha hemos sumado la exigencia de que nos sean
devueltos sus restos mortales, con idénticos resultados, es decir, ninguno. No
es mucho suponer que, por esto, sus victimarios han vivido mofándose de su
memoria y de los esfuerzos de deudos y amigos para conseguir un mínimo de
justicia en su caso, pues así proceden siempre los criminales que se sienten
seguros bajo un poderoso manto de impunidad.
El
Movimiento Antorchista Nacional se prepara en estas horas para recordar a
nuestro modesto héroe popular con una magna concentración de cien mil personas
en la capital de la república, misma que servirá también para recordar a
quienes tienen el deber de hacer justicia que tienen una deuda pendiente,
imperdonable e intransferible, con quienes reclamamos resultados creíbles y
palpables sobre el crimen de don Manuel. Queremos decirle a los funcionarios
del Estado de México y del gobierno de la república que este crimen no se
olvidará nunca; que el tiempo no será lenitivo suficiente, así pase un siglo,
para borrar en nosotros y en su familia el dolor y el recuerdo de tan bestial
como injusto asesinato de un hombre bueno; que nuestra lucha y denuncia activas
no amainarán mientras no nos sea devuelto el cadáver, nuestro cadáver al que
tenemos pleno derecho, para llevarlo a su última morada a descansar en paz. Que
si don Manuel no puede dormir el sueño de los justos, sus compañeros tampoco;
que no descansaremos mientras no estemos seguros de que nuestro muerto hace lo
mismo.
Pero
escribo estas líneas no sólo como homenaje y protesta, sino también como
denuncia. Hay cosas en torno a este crimen que tampoco deben olvidarse nunca;
que los hombres y mujeres del pueblo, al que perteneció por derecho propio don
Manuel Serrano Vallejo, no deben olvidar para manterse siempre alerta, para
elevar su conciencia social y su espíritu solidario, para orientar su
organización y su lucha por un mundo mejor. Lo primero que quiero resaltar es
el hecho craso de que el de don Manuel nunca fue un secuestro propiamente
hablando; que sus raptores nunca se propusieron sólo desaparecerlo, esconderlo
a su esposa e hijos para arrancarles dinero o algún otro bien material que
ellos ansiaran tener. Su propósito, bien claro desde el principio, fue asesinarlo como finalmente ocurrió; y una
prueba sólida de ello es que nunca formularon seriamente alguna demanda de tipo
económico. Los mismos expertos en este tipo de negociaciones, designados por
las propias autoridades encargadas del caso, después de dos o tres intercambios
telefónicos con los asesinos, dijeron abiertamente a la familia que, de acuerdo
con su experiencia, era evidente que esa gente no buscaba dinero; que sus
propuestas no podían tomarse en serio y que, para ellos, o se estaban
“divirtiendo” o sólo querían despistar y ganar tiempo. Por nuestra parte, y al
margen de la opinión de los expertos, siempre dijimos que el caso era
evidentemente atípico, tanto por la posición económica de la víctima como por
su relevancia social, características ambas que no podían engañar a los
secuestradores respecto a la posibilidad de obtener un jugoso rescate por ella.
Además, que si de presionar a alguno de sus hijos se trataba, don Manuel no era
la mejor elección para eso. Concluimos, pues (y está por escrito), que el
secuestro era político y que su filo estaba dirigido contra la licenciada
Maricela Serrano Hernández, en ese momento presidenta en funciones de
Ixtapaluca, Estado de México, e hija de don Manuel. El desenlace de esta brutal
tragedia confirma plenamente que se trató de un asesinato político y, por
tanto, cometido por políticos.
Ahora
bien, todo esto y más fue y es del conocimiento de las autoridades encargadas
del caso, tanto estatales como federales, a pesar de lo cual, hasta el día de
hoy, se siguen negando a aceptar el fondo político del asunto y andan buscando
(o fingen hacerlo), como reza el refrán, tunas en los magueyes, deteniendo e
interrogando a raterillos de poca monta y armando expedientes, tan deleznables
desde el punto de vista lógico y jurídico, que harían enrojecer a un estudiante
de primer grado de la carrera de derecho. Y aquí surge la segunda cuestión que
quiero destacar: ¿cómo hay que entender esta reticencia a aceptar el evidente
carácter político del secuestro y asesinato de don Manuel? ¿Es real o sólo
aparente la inepcia con que se han llevado hasta hoy las investigaciones? Y si
las cosas ocurrieron como las autoridades sostienen, ¿cómo explicarse que no
hayan entregado hasta hoy los restos de don Manuel a pesar de la reiterada
solicitud de su familia y de sus compañeros? Es muy difícil aceptar, sin más,
que todo es pura equivocación y falta de profesionalismo; más bien, a
cualquiera se le antojaría pensar que se trata de una actitud premeditada para
distorsionar la naturaleza del asunto y, con ese recurso, proteger a los
verdaderos asesinos. Y si es así, la siguiente pregunta es: ¿quiénes son y que
tan alto están ubicados los padrinos de los asesinos de don Manuel? ¿Cuánto
peligro corremos de sufrir lo mismo quienes insistimos en demandar justicia
para nuestro compañero?
Finalmente,
el tercer punto que quiero destacar es la pesada losa de silencio que ha caído
sobre este crimen, losa cuya impenetrabilidad se puede medir, y hasta tocar,
por el nulo espacio que ha ocupado y ocupa en los medios de información. A esta
conspiración para esconder la verdad se han sumado columnistas, reporteros,
líderes políticos y de opinión, organizaciones civiles dedicadas a combatir el
secuestro, comisiones nacional y estatal de derechos humanos y las fiscalías
especializadas contra el secuestro y la desaparición forzada de personas.
Contrasta fuertemente este mutismo sepulcral con el escándalo mediático y el
oportunismo desatado en torno a los 43 normalistas desaparecidos y la lucha de
familiares y amigos para exigir su aparición con vida. La explicación más a
mano para muchos será que la importancia de este caso no se compara con la del
asesinato de un humilde vendedor de periódicos; para muchos otros, sectarios
feroces a quienes hay que temer más que a los secuestradores, la causa será que
Antorcha es una organización chantajista, paramilitar, brazo armado del PRI,
etc., etc., por lo cual no merece solidaridad alguna. No es éste el lugar ni el
momento para entrar al fondo de estos argumentos; baste decir que el
amarillismo de los medios los ha llevado a ocuparse con harta frecuencia de
problemas bastante menos relevantes que el asesinato de don Manuel, por lo que
no parece que la relevancia de la víctima sea la causa de que se le ignore; y
que en el caso llama la atención no sólo lo espeso del silencio, sino también
la unanimidad con que han procedido todos los mencionados. Esta unanimidad
parece indicar que detrás de la misma hay una voz única y suficientemente
poderosa para hacerse obedecer por los repentinamente mudos que digo, alguien
interesado en ocultar el crimen para proteger a los criminales. Si fuera así,
sería una prueba irrecusable de que Antorcha no es lo que afirman sus enemigos
y, además, que no vale lo que dicen sus detractores, sino bastante más que eso
y a pesar de ellos. El tiempo, que todo lo descubre, pondrá las cosas en su
lugar.
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